Recuerdo perfectamente cuando murió Raymond Carver. Hace veinte años, tenía veinte años (o dieciocho, que da más o menos lo mismo). Me recuerdo por entonces, escondido en mi abrigo, disfrazado de mí mismo, enceguecido por el esmog tratando de que los barbones que atendían en la librería Mimesis al mismo tiempo me vieran y no me vieran, me hablaran y me dejaran en paz. Corría sin que nadie me persiguiera, no tenía amigos y me inventaba a solas enemigos para que me entibiaran el pecho las tardes de invierno. Todo era invierno, me acuerdo, en esa época; todo era triste, callado, sutil hasta el asco. Tenía ganas pero no sabía de qué; sentía como nunca he vuelto a sentir, que era íntimo de todos, hermano de cualquiera. Me despedía casi con lágrimas de cada micro llena que abandonaba a duras penas la vereda de la Alameda.
Sólo Carver y su maestro Chejov me ayudaron a soportar los tecitos quemantes de la sala de profesores. Sólo ellos me hicieron sentir que mi tartamudeo de estudiante en práctica podía tener algo de literario. Sólo ellos sabían que había poesía en los asados, en los divorcios, en los días feriados, que mi rol no era gritar mi soledad sino escuchar, escrutar la soledad de los otros. Gracias a Carver pude dejar de fingir que me había gustado el Almuerzo desnudo, de Burroughs, y renuncié a Artaud, y denuncié a Derrida. Reemplacé feliz el delirio por el detalle, el quiebre por la comprensión, el discurso por la descripción, las metáforas por las epifanías.
Hoy me parece esa fe casi tan dogmática como la anterior. El cuento perfecto, el cuento conciso que sugiere más de lo que dice me parece ahora una forma refinada de castración. La realidad que he aprendido con el tiempo es todo, menos minimalista. La ingenuidad de Tolstoi me parece cada vez más sabia que la lucidez de Chejov. El que ve con microscopio no creo hoy que vea más que el que ve con telescopio, y menos que el que renuncia a esos aparatos y decide usar sus propios ojos para escrutar el paisaje en panorámica. No respeto a los que cuentan menos, los que sugieren más, porque creo firmemente que nuestras vidas se parecen, para el que tiene la valentía de seguirla hasta el final, más a Ana Karenina que a "La dama del perrito".
Por lo menos, Chejov escribió esas obras de teatro que rompen todo molde, que se atreven a lo improbable, que son a su manera monstruosas, y por eso imprescindibles. El gran escritor ruso se concibió a sí mismo siempre como un médico frustrado; los melindres y mentiras del arte le fueron gloriosamente indiferentes. En Carver, en cambio, reconozco de manera demasiado patente las ganas de ser escritor y hacer literatura. Los cuentos de Carver son la mejor literatura de taller literario que pueda concebirse, pero sigue siendo sólo eso. Historias terribles, pedazos de vidas apagadas y recortadas por el buen gusto. Conmueve pero ya no me mueven, me emocionan pero ya no conmocionan. No quiere, como Chejov quería, como Tolstoi lo intentó, cambiar el mundo, denunciar la barbarie, comprender la realidad, destrozar ídolos, investigar a los amigos, sino mostrarnos barcos en botellas, y nieve que cae solo como pelotas de cristal.Me doy cuenta, con alivio, de que quizás lo que ya no me gusta tanto de Raymond Carver no es de él, sino de Gordon Lish, el mítico editor que recortó severamente sus cuentos, cambiando cada vez que pudo los finales. Según denuncia Alessandro Baricco, una y otra vez el editor acabó con el sentimentalismo, con las explicaciones, con los adjetivos demasiado vistosos de los textos de Carver, inventando a tijeretazo eso que llamamos minimalismo. No cabe duda de que le permitió a Carver llegar a la gloria más rápido, pero quizás le prohibió realmente llegar al fondo de sí mismo.Domesticó a la bestia, al alcohólico pobre y desheredado que venía del centro de los Estados Unidos y lo hizo legible y querible para los lectores del New Yorker. Inventó Lish una originalidad estándar que se convirtió muy luego en una nueva forma de academicismo y puritanismo.
Para mí releer a Carver es hundirme de nuevo en esa severidad, en esa sordera de mis veinte años. Es el miedo ante esa vida adulta que empieza a dos metros tuyo. El horror y el placer con que ven los novios, antes de casarse, la banalidad conyugal, los niños, el trabajo y la muerte. Leer a Carver es preguntarse cómo sólo esos novios pueden darse el lujo de preguntarse: ¿de qué hablamos cuando hablamos de amor?
De amor, respondemos los adultos. De amor hablan siempre los que hablan de amor. De amor simplemente, aunque ese simplemente no tiene nada de simple. Pero ésa es otra historia, pero ésa es justamente toda la historia.
*Veinte años,Columna de Rafael Gumucio, El Mercurio,10 de agosto 2008. Foto internet aparecida en Descontexto.blogspot.com